Habían pasado poco más de dos años desde que las reformas de Kerem habían comenzado a transformar Diyat. Una tarde soleada, Kerem y Zeynep paseaban tomados del brazo por los huertos comunitarios con su hijo Noah, correteando a su alrededor.
— ¡Mira mamá! —exclamó el pequeño señalando el follaje— ¡Las mujeres están cosechando las frutas que tanto nos gusta comer!
— Así es, mi niño —respondió Zeynep sonriéndole enternecida— gracias a la libertad que ahora tienen, ellas pueden trabajar y proveernos de manjares deliciosos.
— Sé cuánto has luchado por esa libertad, Zeynep —Kerem la miró con amor— y me siento honrado de ser tu esposo y ver los frutos que estás logrando.
— Oh Kerem —Zeynep se ruborizó complacida y besó su mejilla— es tuyo también este logro, por creer en mí y en nuestras mujeres.
Noah los observó enternecido y se acercó dando saltitos.
— ¡Yo quiero verlas trabajar de cerca!
Corrió a donde las mujeres trabajaban, ajeno a las sonrisas repletas de adoración que sus padre