La beso con hambre, con necesidad, como si cada segundo sin sus labios fuera insoportable. Y ella responde igual. Con la misma urgencia. Con la misma entrega feroz. No hay dudas en sus manos, en la forma en que se aferra a mí, en cómo su cuerpo busca el mío como si también necesitara este momento para respirar.
Mis manos se deslizan bajo su blusa, explorando su piel con un temblor reverente. Cada centímetro descubierto es una revelación, un privilegio que me hace sentir culpable y afortunado al mismo tiempo. Su piel es tan suave, tan caliente, tan viva. Me pierdo por completo en su anatomía.
La miro. Sus mejillas están encendidas, sus labios entreabiertos, su pecho sube y baja con rapidez. Y esos ojos. Dios, esos ojos que me miran como si yo fuera algo más que un hombre con deseos. Como si viera en mí algo especial o diferente.
—¿Estás segura? —pregunto, con la voz ronca, desgarrada por todo lo que estoy sintiendo.
Asiente lentamente, y esa simple respuesta me es suficiente más