Ana Laura lo entregó todo por amor, solo para ser traicionada y humillada por Alexander, su jefe, el hombre que juró amarla en secreto mientras planeaba casarse con otra. Ahora, después de perder a uno de sus hijos y enfrentar la devastación emocional, Ana Laura está decidida a no ser más la víctima. Con cada mentira expuesta y cada secreto revelado, su deseo de venganza crece. No se detendrá hasta recuperar lo que es suyo, incluso si eso significa destruir el mundo de Alexander pieza por pieza. Esta vez, será ella quien dicte las reglas, y nadie la volverá a subestimar, y cuando todo termine, será ella quien esté de pie, victoriosa, entre las ruinas de su pasado, a menos que el amor interfiera…
Leer más¡No quería esperar un segundo más!
Me escapé de la reunión de trabajo y me hice la tan esperada prueba de embarazo.
Mientras apretaba el pequeño plástico en mis dedos, sentía que el corazón se me salía, y cuando aparecieron las dos pequeñas líneas indicando que, en efecto, estaba embarazada, sentí que mi mundo comenzaba a desvanecerse.
¡Estaba embarazada de mi jefe!
Un hombre con el que había sostenido por dos años una relación fortuita y a escondidas.
Ni siquiera había terminado de analizar mi situación cuando el teléfono en mi bolsillo sonó.
No tuve que ver para saber que era Alexander, mi jefe, quien me solicitaba.
Así que me puse la prueba de embarazo en el bolsillo y regresé nuevamente a la mesa.
El cliente, gordo, de mejillas rojas y frente sudada, ya estaba un poco ebrio.
Cuando me senté, extendió la copa de vino hacia mí.
—Bebe —me dijo, arrastrando las palabras—. Bebe, y entonces firmaremos este negocio.
—Lo siento, yo no quiero beber. Creo que con agua...
—¡Bebe ahora! —insistió.
Volteé a mirar hacia Alexander.
Sus verdes ojos clavados en los míos me hicieron entender lo que tenía que hacer.
Con manos temblorosas, extendí la mano hacia el hombre para recibir la copa de vino.
Le di un pequeño sorbo, y el sabor amargo del tinto me quemó la garganta.
Y entonces llegaron las arcadas. El estómago se me revolvió.
—Es muy hermosa tu asistente, Alexander —dijo el hombre gordo, extendiendo la mano hacia mí y agarrándola por sobre la mesa.
Aparté la mirada, avergonzada. Luego, los ojos de mi jefe se clavaron en la mano del hombre gordo sobre la mía.
Sí, a él nunca le gustaba que tocaran sus cosas y yo no pude sostener sus ojos verdes un segundo más.
Cuando sentí el vómito subir por mi garganta, me puse de pie y salí corriendo hacia el baño sin siquiera dar una explicación, derramando la copa de vino.
Apenas llegué al retrete, vomité el vino y parte de la cena.
Cuando tenía el estómago vacío, las lágrimas comenzaron a quemarme los ojos.
Saqué la prueba de embarazo del bolso y miré el rojo cegador que indicaban dos líneas, no sabía qué decirle a mi jefe.
¿Se alegraría?
Sacudí la cabeza, riéndome de mis propias fantasías ridículas.
No supe cuánto tiempo había pasado así, arrodillada frente al retrete, tal vez veinte minutos, tal vez media hora.
Cuando sonó la voz llena de autoridad, escondí apresuradamente lo que tenía en la mano.
Estaba ahí cuando la puerta se abrió lentamente.
Alexander me observó desde arriba con frialdad.
—Lo siento —le dije—. Ya voy a regresar.
No podía arruinar esa cita; era muy importante para la naviera y para mi jefe. Pero no quería hacerlo.
No quería regresar allí. Mi mundo se caía a pedazos. Así que levanté la mirada suplicante hacia él
—Alexander, por favor...
Su expresión se apretó en una mueca de rabia y confusión.
—¿Qué te está pasando hoy, Ana Laura? —preguntó.
Yo aparté la mirada. Con una mueca de cansancio.
No oí las siguientes palabras de mi jefe, lo único que sentí fue un olor familiar a tabaco envolviéndome.
Era su calor corporal, y mi cuerpo tembló involuntariamente.
Inmediatamente después, sentí que me elevaba en el aire.
El violento latido del corazón del hombre estaba justo en mi oído.
— Una Última vez...
—Pero el Sr. Wooker… no podemos dejarlo…
—Eso no es tu asunto — me regañó.
Salimos del baño, y Alexander me cubrió la cabeza con el abrigo, con su mano en mi espalda.
Antes de salir del restaurante, Alexander encargó a los otros empleados que concretaran el negocio que ya estaba prácticamente hecho.
Subimos a su auto mientras yo sentía que el estómago seguía dándome vueltas.
—Gracias por llevarme a mi casa —le dije con la voz hecha un susurro.
Pero Alexander ladeó la cabeza.
—No vamos a tu casa, Ana Laura. Vamos a la mía.
Al escuchar aquello, me quedé en silencio.
No era la primera vez que iba a la casa de Alexander; iba con tanta frecuencia que era casi mi segundo hogar. Pero estar a solas con él me llenaba de nerviosismo.
¿Sería capaz de decírselo? ¿Sería capaz de enfrentar la situación?
Probablemente él me culparía a mí. Probablemente yo tenía la culpa.
Cuando entré a la casa de mi jefe clavé mis ojos en los enormes ventanales al final del pasillo, pero no logré ver nada al otro lado, nada más allá, como mi incierto futuro.
Sin decir una sola palabra, subí a la habitación y me di una ducha rápida con agua tibia.
Cuando salí envuelta en la bata, me sentí un poco mejor, pero no más tranquila.
Alexander estaba trabajando frente al ordenador, despegó los ojos cuando me vio llegar y me lanzó una mirada fría.
—Ven.
La voz grave carecía de toda emoción.
Temí que estuviera enfadado y me apresuré a acercarme, aún no me había parado y me estrechó entre sus brazos.
Me senté en sus piernas y mi cabello húmedo casi cubriendo mi rostro, mi vergüenza.
—¿Por qué me trajiste aquí? —le pregunté—. Dijiste que no nos volveríamos a ver en tu casa porque los vecinos podrían sospechar.
—Eres mi asistente —respondió él con firmeza—. Incluso sería raro que no vinieras a mi casa de vez en cuando.
Inmediatamente seguido de un beso avasallador que apenas me dejó recuperar el aliento.
Alexander llevaba varios días sin tocarme, y eso me había parecido extraño, pero esa noche noté algo diferente en él.
Me miró con una mezcla de emociones que no pude identificar. Sentía aquella acción como una despedida.
Entonces, estiró los dedos y acarició mi cabello, jugueteando con él y poniéndolo tras mi oreja.
—Necesito saber cómo vas a pagarme por haberte salvado de nuestro cliente hoy —dijo, apoyando su mano en mi pierna con delicadeza y comenzando a subirla, acariciando mi piel. Sentí un escalofrío en la columna —Yo sé exactamente cómo vas a pagarme —dijo, acercándose a mí. Su cálido aliento golpeando mi oreja me hizo estremecer, y la noche se hizo vieja en sus brazos.
Al día siguiente, me desperté cansada y somnolienta, vi que mi jefe seguía allí. Sorprendentemente, ¿esta vez no se fue? a veces despertaba sola en la enorme alcoba.
Dudé largo rato a punto de hablar, no sabía qué decir, cuando oí la voz helada de él.
—Ya no necesitas venir, esto se acabó.
Sintiendo el dolor punzante en mi corazón, pregunté con cautela, la voz me tembló.
—¿Qué significa eso?
Ver a todos los trontes que había en la ciudad reunidos me hizo sentir asustado. Realmente eran tantos, tan diversos, al mismo tiempo tan poderosos.Entendía por qué el círculo bajo había adquirido aquella organización; los trontes habían ayudado a construir el gran imperio que era ahora el círculo, y esperaba que con su ayuda mi hermano encontrara la forma de transformar todo aquello en lo que había sido en antaño, un enfoque diferente.Todos estaban ahí reunidos. Los pilares, en una tarima especial, ya habían sido previamente amenazados por mí. No tuve medias tintas en eso; les advertí que cedería el control del círculo bajo a mi hermano, que podrían confiar en él, que la sangre Idilio, tal como quería mi padre, seguiría gobernando el círculo, pero yo ya no lo haría.Alexander les explicó las nuevas condiciones y les di la oportunidad de que quien quisiera irse, lo hiciera. Pero ninguno dijo nada. Ninguno de los pilares dijo nada más allá. Los planes de mi hermano, más lentos y legal
El abuelo de Ana Laura estaba bien. Cuando Carlota atacó el escondite donde teníamos a mis hijos, asesinó a todos los trontes que los cuidaban. Por eso, ninguna había logrado avisar que los había secuestrado. El abuelo había sido abandonado en una carretera lejana. Por alguna razón, Carlota no tuvo el corazón para asesinarlo, y un par de días después tuvimos noticias de él en la embajada de Colombia en ese país.Las cosas se complicaron un poco para todos. Tuve que utilizar absolutamente todas las influencias que tenía dentro del círculo bajo para que lo que había sucedido no saliera en las noticias: los disparos en la torre central, donde Cristian y Paloma habían rescatado a Yeison; el movimiento enorme de los trontes buscándome por toda la ciudad; y luego las muertes dentro del edificio que Carlota había alquilado para secuestrarme. Fue un movimiento de papeles y llamadas que me tomó al menos dos semanas para finalizar.Cuando todo había terminado, me senté en la silla del edificio
Escuché una explosión lejana. No sabía en qué lugar me encontraba o cómo sería el edificio en el que Carlota me tenía secuestrado, pero logré escuchar una fuerte explosión fue como un pequeño murmullo. Yo estaba tan concentrado en lo que sucedía al exterior que logré escucharla.A estas alturas, los trontes ya deberían de haber estado reunidos, y también por ellos tenía miedo y por la expresión indescifrable en el rostro de Carlota cuando me dijo que se desharía de ellos. Esa explosión, me hizo temer lo peor.Sin los trontes, el círculo bajo no era más que un grupo de millonarios indefensos. De haber sabido lo que planeaba... No hubiese dado la orden. Yo imaginé que lo que ella quería era tratar de convencerlos, no destruirlos. De todas formas, si me hubiera negado, hubiera matado a mis trillizos frente a mí. Era una situación imposible.Unos minutos después, la puerta se abrió con rabia, con una fuerte patada. Carlota entró al lugar. Sacó el cuchillo con la empuñadura de rubí, lo pus
Paloma presionó la herida que tenía Cristian en el abdomen que sangraba bastante. Tuvo mucho miedo. Movió el cuerpo del tronte hacia el asiento del copiloto, pero era tremendamente pesado. Si el hombre estuviera despierto, él mismo podría presionar su herida, pero Paloma no podía hacerlo toda sola. Encendió el auto y arrancó a toda velocidad hacia el hospital más cercano. Por suerte, los hombres de Carlota que estaban en el edificio no los habían perseguido, seguramente estresados por la conmoción del momento.Carlota había puesto en jaque a toda su organización, y cada uno de sus trabajadores debía de tener tanta tensión al límite que seguramente explotarían en cualquier momento.Pero, por lo menos, ya no quiso pensar en eso. Aceleró a toda velocidad y prácticamente metió el auto al área de urgencias. Cuando bajó el cuerpo inconsciente de Cristian, observó la cantidad de sangre que había dejado en el asiento. — ¡Ayuda! — gritó — . ¡Por favor, necesito ayuda!Un par de enfermeras sal
Cristian tomó con un poco de brusquedad a Yeison por el brazo, obligándolo a caminar más rápido. Paloma iba tras ellos. En cuanto cruzaron la puerta, la alarma se encendió en el edificio, pero Cristian sonrió con la esperanza de que saldrían a tiempo.Entraron al elevador y presionaron el botón. A Paloma le pareció que era una mala idea usar el elevador; tal vez podrían interceptarlos. Detenerlo sería fatal: quedarían completamente atrapados. Pero Cristian era un experto en eso. — No pueden hacerlo, no en un lugar como este donde hay muchos elevadores y los clientes los están usando. Tal vez tengamos que pelear un poco para salir por el parqueadero, pero no será mucho — dijo Cristian, sacando de su pantalón un arma que le tendió a Paloma — . Tal vez la necesites.Antes de que Paloma extendiera la mano hacia ella, fue Yeison quien la tomó. — ya he disparado, puedo hacerlo. — Estás muy débil y cansado. — No me importa, así que puedo hacerlo. Tenemos que advertirles lo que pretende ha
No supe cuánto tiempo estuve ahí, atado a esa silla, observando mi reflejo en el espejo con la cara morada y las ojeras marcadas. Pero solamente tenía que esperar; entre más tiempo pasara sin que Carlota hiciera ningún movimiento, sería mejor para mí.Podía sentir la cálida sensación del rastreador por debajo de mi pierna, parpadeando. Había sido doloroso, más haberlo hecho yo mismo. Le pedí a uno de los trontes que trajera para mí uno de los rastreadores que utilizaba. Tenían un aplicador específicamente para eso, y supe entonces que tenía que hacer muchas más cosas a sangre fría.En ese momento, cuando tomé el aplicador y lo clavé con fuerza en mi pierna, debajo de mi piel, y luego introduje el rastreador que quemó como un abrazo ardiente, el dolor había pasado.Ahora estaba ahí, debajo de mi piel, alertándole a la persona que tuviese el control en qué lugar estaba. A esa altura, el mensajero que contraté para que llevara el control remoto del rastreador ya había llegado a casa. En
Último capítulo