Ellyn creyó en el amor desde niña, y su corazón siempre le perteneció a Federico Durance. Cuando él accedió a casarse con ella, pensó que al fin su sueño se hacía realidad. Pero pronto descubrió la cruel verdad: Federico solo aceptó el matrimonio por obligación familiar. Lo que debía ser una historia de amor se transformó en una vida llena de indiferencia y dolor. Un año después, la herida se abre aún más con el regreso de Samantha, la exnovia de Federico. Ella no solo viene decidida a recuperarlo, sino que afirma estar esperando un hijo suyo. Ellyn, rota por la traición, exige el divorcio… pero Federico se niega rotundamente. Todo cambia cuando Samantha la acusa de haber provocado la pérdida de su bebé. Humillada y señalada, Ellyn se ve obligada a firmar el divorcio y desaparece de la vida de Federico sin dejar rastro. Tres años más tarde, Ellyn regresa, junto a su pequeña hija, Ya no es la misma, vuelve más fuerte, segura y decidida con una empresa que competirá contra la de su exesposo. Mientras las mentiras del pasado salen a la luz, Federico descubre demasiado tarde que Ellyn era inocente. Ahora, completamente enamorado y arrepentido, ruega por el amor de Ellyn, pero ¿Podrá un hombre arrepentido recuperar el corazón que una vez destruyó?
Leer másElyn abrió los ojos de golpe, con el corazón a punto de estallar.
La oscuridad la envolvía por completo, húmeda, pesada, casi viva.
Intentó gritar, pero algo rugoso y maloliente le obstruía la boca: un trapo empapado y atado con fuerza.
Al mover el cuerpo, un dolor punzante le recorrió las muñecas y los tobillos.
Estaba atada. Apretó los dientes contra la tela mojada.
No podía moverse. No podía hablar.
Un escalofrío helado le subió por la espalda mientras su mente luchaba por procesar lo evidente.
Estaba secuestrada.
El miedo se apoderó de ella como un puño cerrándose en su pecho.
Su respiración se volvió errática, entrecortada, mezclándose con el sonido lejano y constante de gotas cayendo.
¿Dónde estaba?
Intentó calmarse, pero era imposible. Todo su cuerpo temblaba. El cuero de las sogas le quemaba la piel.
Trató de pensar. De recordar.
Y entonces, como un relámpago, la memoria estalló.
«Por la mañana. Estaba en una cafetería. Había accedido a reunirse con Samantha, contra todo juicio.
Samantha… la mujer que siempre estaba detrás de su esposo, su primer amor.
Recordó su rostro perfectamente maquillado, esa mirada afilada que brillaba con una mezcla venenosa de compasión fingida y orgullo.
Se sentó frente a ella con una serenidad insultante, como quien ya ha ganado.
—Elyn… entiende. Federico no te ama. Déjalo ir. Nos vamos a casar. Estoy embarazada —le había dicho con una voz cálida.
Elyn había sentido cómo algo se desmoronaba dentro de ella.
Como si el suelo se abriera bajo sus pies.
¿Un hijo? ¿Desde cuándo?
Cada palabra de Samantha era un cuchillo, pero no le daría el gusto de verla derrumbarse.
No. Nunca.
—Si Federico quiere el divorcio, que lo tramite —respondió con una calma que no sentía—. Díselo tú, si se atreve a pedir el divorcio, se lo daré; yo no me rebajaré a pelear por él, ese acto de mendigar es tu característica principal.
La rabia hizo enrojecer a Samanta.
Elyn se levantó. Caminó hacia el estacionamiento con los ojos secos, pero el alma hecha trizas.
Cada paso era una lucha por no desmoronarse. Estaba a punto de subir a su auto cuando escuchó la voz de Samantha a sus espaldas.
—¡Elyn! Tienes que dejar a mi hombre. Federico es mío.
Elyn se giró con lentitud, sintiendo que algo oscuro ya se cernía sobre ella.
—No voy a pelear por un hombre que se regala —dijo con una sonrisa amarga—. Si lo quieres, quédate con él.
Y fue entonces cuando todo se quebró.
Una camioneta negra irrumpió en la escena, derrapando frente a ellas.
Las puertas traseras se abrieron con violencia.
Hombres con pasamontañas descendieron como sombras, apuntándolas con armas.
Gritos. Un golpe. Luego, oscuridad.»
***
Elyn volvió a la realidad ante los sonidos cercanos.
Pasos. Lentos. Pesados.
Acercándose.
Elyn contuvo el aliento.
Su corazón latía con tanta fuerza que sentía que iba a explotar.
Los pasos resonaban en el suelo de concreto, acompañados por el zumbido eléctrico de una lámpara parpadeante.
Alguien se agachó frente a ella.
Sintió unos dedos ásperos, desatarle la venda de los ojos. La luz la cegó por un segundo, pero cuando logró enfocar, el mundo se volvió más aterrador aún.
El lugar era una especie de bodega o sótano. Las paredes estaban húmedas, agrietadas, con manchas oscuras que no quería identificar.
Tres hombres la observaban.
Dos reían entre dientes. El otro la miraba como si ya no fuera humana, sino mercancía.
—¿Cuánto crees que nos dará tu marido por ti, señora Durance? —preguntó uno, sonriendo con burla—. ¿Un millón de euros?
Elyn no pudo evitar que las lágrimas le nublaran los ojos.
Pero no eran solo por miedo. Era algo peor. Una certeza desgarradora comenzaba a florecer en su pecho.
El hombre sacó su teléfono y marcó un número.
Ella lo reconoció de inmediato.
«No, no, por favor, no…»
El tono sonó una vez. Dos.
Luego, la voz de Federico se oyó a través del altavoz, seca y molesta.
—¿Qué quieres, Elyn? Te dije que la reunión de hoy es muy importante…
—Señor Durance, tenemos a su esposa. Exigimos un millón de euros. Si no paga, no la vuelve a ver con vida.
Un silencio espeso.
Por un segundo, Elyn pensó —rogó— que escucharía preocupación.
Pero entonces llegó la carcajada.
Fría. Mecánica. Inhumana.
—¿Es una broma? ¿Otra de tus escenas, Elyn? —rio Federico—. Si quieres jugar un juego estúpido, gana un premio estúpido. Si la matas, ahórrate el drama. Tírala al río King.
Y colgó.
El mundo de Elyn se congeló.
El aire desapareció de sus pulmones. El dolor no vino en forma de gritos ni de histeria.
Fue una ola silenciosa, profunda, como si le hubieran arrancado el alma.
Federico… nunca la amó. Nunca pensó salvarla. Ni siquiera intentó negociar.
Ni una palabra de duda. Solo desprecio.
—¡Maldita mujer! ¡Ni por tu cuerpo quiere pagar! —bramó uno de los captores, alzando la mano para golpearla.
Pero una voz lo detuvo.
—¡Esperen!
El grito fue agudo, desesperado.
Todos voltearon.
Y Elyn también.
Allí, en un rincón oscuro, apenas iluminado por la lámpara tambaleante, había otra figura.
Atada. Despeinada. Con el maquillaje corrido y los ojos ensanchados.
Samantha.
—Por ella no pagará —dijo con voz temblorosa, los ojos clavados en los de Elyn—. Pero por mí… por mí Federico pagaría cien millones.
La revelación cayó como una bomba.
Elyn la miró, sin saber si reír, llorar o gritar.
Samantha también había sido secuestrada.
Y, al fin, ambas estaban en el mismo infierno, pero Elyn tuvo una pregunta que heló su sangre, ¿Cuál de las dos saldría libre de ahí?
El silencio entre ellos pesaba como una piedra sobre el pecho de ambos. Sebastián apenas podía respirar.La petición de Melissa había sido tan directa, tan devastadora, que sintió que su corazón se congelaba en ese instante.—¡Nunca! —exclamó con desesperación—. No me voy a divorciar de ti. No puedo. No quiero. ¡No voy a dejarte!Melissa lo miró, herida, pero también agotada.—Sebastián… ya me pagaste lo que me debías. Te salvé. Me salvaste. Estamos a mano —dijo, conteniendo las lágrimas que amenazaban con volver a desbordarse.Él negó con fuerza, sintiendo que la rabia y el miedo le desgarraban el alma.—¡No! No estamos a mano. ¡Eso no es así! Yo… yo fui un tonto. Un cobarde. Te hice daño, lo sé. Pero no quiero perderte, Melissa. ¡Perdóname!La mujer lo miró, esta vez con los ojos cargados de una verdad brutal.—¿Perderme? —repitió con voz baja, amarga—. ¿Cuándo me tuviste realmente, Sebastián? ¿Cuándo fuiste mío? ¿Cuándo me miraste y me elegiste sin dudas, sin reservas?Él bajó la c
Cuando Sebastián entró a la habitación, su corazón latía con una violencia que lo dejaba sin aliento, como si dentro de su pecho alguien estuviera tocando tambores de guerra.Sus manos temblaban al aferrarse al marco de la puerta, y por un segundo, no pudo avanzar. Ver a Melissa ahí, tan quieta, le rompió algo por dentro.Ella estaba recostada en la camilla, rodeada de silencio y olor a desinfectante.Tenía un vendaje en la frente, y su piel, normalmente cálida, estaba ahora tan pálida como la nieve recién caída. Sus labios estaban resecos, partidos, y sus ojos… sus ojos eran un reflejo de lo que había pasado: rojos, hinchados, llenos de rastros de lágrimas recientes.Pero a pesar de todo, seguía siendo ella.A su lado, una doctora preparaba el equipo médico. Miró a Sebastián con una expresión neutra pero atenta.—Bien, vamos a hacer un ultrasonido, señora —dijo con voz tranquila—. Vamos a comprobar que el bebé esté bien.Melissa asintió muy despacio. No habló.Sus dedos se cerraban n
El miedo que sintió Sebastián fue como un cuchillo atravesándole el pecho.Un miedo crudo, primitivo, paralizante.Su corazón latía con fuerza, pero al mismo tiempo sentía que se detenía al ver a Melissa en el suelo, tan frágil, tan herida, tan rota… como si fuera una muñeca de porcelana que alguien había destrozado sin piedad.—¡Melissa! —gritó, corriendo hacia ella con los ojos inundados de lágrimas.Sus rodillas chocaron con el pavimento al caer a su lado. El mundo parecía apagado, como si el aire se hubiera ido. Solo podía ver su rostro pálido, sus labios entreabiertos, el débil hilo de sangre que escapaba de su frente. Estaba tan quieta… demasiado quieta.El terror se apoderó de su cuerpo. Le temblaban las manos mientras la tomaba con sumo cuidado, con un temblor que no podía controlar.—No, no, no, no… mi amor, por favor, mírame, no me hagas esto —murmuraba, su voz quebrada por la angustia—. Melissa, cariño… no me dejes, no me dejes…La abrazó contra su pecho, sintiendo el peso
Su voz tenía una suavidad fingida, casi melosa, que ahora le parecía repulsiva. Ya no era el chófer servicial.Ya no era el confidente amable. Era un lobo disfrazado de cordero. Un cazador que estaba a punto de cerrar su trampa.Melissa tragó saliva con dificultad.Sintió que las piernas le temblaban. Su primer impulso fue girarse y correr como si el infierno la persiguiera.Pero algo en su interior, algo que no sabía que tenía, la detuvo: la frialdad de una madre, si corría, no era el plan más listo.Si corría, la atraparía.Si gritaba, nadie la escucharía.Estaban solos.Y quizás él ya sabía que ella había escuchado. ¿¿O no??Lo miró. Fingió una pequeña sonrisa temblorosa, como si estuviera agotada por el día, confundida, tal vez emocionalmente abrumada… pero no aterrada.No alerta.—Sí… claro. —Su voz sonó débil, casi vacía—. Estoy lista.Julián asintió, sin dejar de observarla, y abrió la puerta del auto para ella.«Esta tonta no escuchó nada, vive en su mundo de estupidez», pensó
Julián conducía con una calma que resultaba inquietante, como si el silencio dentro del auto lo alimentara.El motor ronroneaba suavemente mientras los kilómetros se deshacían bajo las ruedas. Había tomado una salida secundaria, un desvío que la mayoría de la gente evitaba. La carretera que eligió estaba desierta, rodeada de árboles altos y maleza crecida. El cielo comenzaba a teñirse con los tonos anaranjados del atardecer.Esa era una escena bella... si no hubiera estado tan cargada de tensión.Melissa, sentada en el asiento del copiloto, tenía la mirada clavada en el paisaje que se desdibujaba a través de la ventanilla. No hablaba. No lloraba.Solo respiraba de forma pesada, como si el aire doliera. Su mente estaba atrapada en un bucle de imágenes que la desangraban por dentro: Sebastián y Ellyn, sus rostros juntos, los susurros que no debieron compartir, la traición tan silenciosa y brutal como una puñalada por la espalda.—Señora… —dijo Julián, rompiendo la quietud—. Usted no mere
Melissa conducía con las manos tensas sobre el volante, los ojos nublados por la furia y la humillación.No había una sola lágrima en su rostro, pero el dolor estaba ahí, acumulado en su pecho como una tormenta a punto de estallar.Su mundo, su matrimonio, sus lazos familiares… todo parecía derrumbarse. Y, sin embargo, mantenía el control, al menos en apariencia.Julián la observó desde la entrada con una sonrisa torcida. Reconocía esa expresión. Había odio en su mirada, una rabia fría y contenida. Para él, eso solo significaba una cosa: ventaja.—Esta vez, yo gané —murmuró, satisfecho, sabiendo que la fragilidad de Melissa era su mejor carta.Pero su arrogancia se deshizo de golpe cuando sonó su teléfono. El número era conocido, pero no deseado. Lo respondió con recelo.—¿Sí?Del otro lado de la línea, una voz seca, cruel y cortante como cuchillo, habló sin rodeos.—Si para dentro de tres días no tienes el dinero que te prestamos, te vamos a matar. Y esta vez quiero el doble, ¿entendi
Último capítulo