Pasaron semanas desde la caída de Roque Mendoza.
La ciudad, antes gris, manchada de sangre y fuego, comenzó a respirar. Al principio eran suspiros cortos, débiles. Pero eran reales. Lo suficiente para que los ojos de la gente se abrieran de nuevo. Para que los corazones, apretados por años de miedo, se atrevieran a latir más fuerte.
Los rumores que hablaban de un joven que se enfrentó solo a los Mendoza se convirtieron en historias. Y las historias, en símbolo. “Santi”, decían algunos. “El que le disparó a Roque en la cara”, decían otros. Pero los que conocían la verdad sabían que no estaba solo. Que junto a él estuvieron Sarah, Luna, Sofía, Mateo —ahora recordado—, y muchos otros que eligieron pelear por algo más que sobrevivir.
Las primeras semanas fueron dedicadas a limpiar heridas, a enterrar a los que ya no volverían, y a reforzar el refugio. Nadie sabía si la guerra realmente había terminado, pero la paz empezaba a sentirse en pequeños detalles: las noches eran más tranqui